Featured

Fronteras

A pesar de que las fronteras de todo el mundo se militarizan más, los activistas, los residentes de larga data y los migrantes en las tierras fronterizas de los Estados Unidos y México participan en actos de resistencia.

Ilustración por Rachell Sumpter

By Maura Fitzgerald
traducción de V.H. Hernández

Si uno mira hacia el norte cuando el sol se pone en Nogales, en dirección a Estados Unidos, casi no se puede ver nada. En otros lugares la noche “cae,” pero aquí en Nogales, dice Jeannette Pazos, “se activa.” No podemos verlos, pero en la obscuridad los migrantes parten, se cuelgan las mochilas al hombro, toman sus botellas de aguas, sus oraciones, y a sus niños de la mano. Las mujeres esconden píldoras anticonceptivas—ya saben como son los coyotes. Miembros del Cartel de Sinaloa controlan estas colinas y cobran entre $2,000 y $3,000 dólares de “cuota” a cada migrante para dejarlos pasar mientras agentes de la Patrulla Fronteriza revisan sus cámaras infrarrojas y esperan en somnolientas camionetas a que un sensor se active o a que una llamada de la base rompa la estática de sus radios.

Los estudiantes de Harvard sentados frente a Pazos tienen una vaga idea por qué  se encuentran ahí, su visita tiene algo que ver con pobreza, con violencia, y con deportaciones. Nogales rebosa de las tres, nos cuenta Pazos. Su cabellera negra está recogida, deja ver un rostro suave y franco, pero aquí sentados en el Hogar de Esperanza y Paz, el centro comunitario que ella dirige, Pazos no quiere que la veamos; quiere que atestigüemos lo que ella ve siempre. Estamos en la colonia Bella Vista, así nombrada por su paisaje.

Pronto las historias que escuchamos de Nogales eclipsarán lo poco que alcanzamos a ver. Al atardecer, sobre la loma de Bella Vista, vislumbramos un ápice de lo que Pazos quiere mostrarnos. Ahí está todavía el muro fronterizo, en la distancia, pero apenas cae el sol una sombra lo borra. Nogales, por un momento, se ve como antes. Como la gente lo recuerda. Como si uno pudiera bajar la loma y pudiera, como si nada, solo seguir caminando hacia el norte.

 

Con su pronta sonrisa y frenos, Pazos parece una estudiante de preparatoria haciendo voluntariado en el centro pero la manera en que habla la traiciona—denota la madurez y el pragmatismo de décadas de bien-navegar un entorno difícil. Nos muestra fotos del programa de drama terapéutico que el centro organiza para los niños del barrio. Como parte de su obra, los chiquillos imitan con pantomima un secuestro. Una niña tímida hace el papel de matón. Pazos la recuerda con una pistola de juguete en la mano, y una cara blanquinegra de mimo, actuando “como una profesional.”

Los niños de Nogales no viven en la ciudad que vio crecer a Pazos. Ellos son testigos de un panorama de secuestros y violencia, dominan el paisaje paredes altas y las maquiladoras que han proliferado en la frontera desde que se firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994. Los niños de Nogales crecen en un centro de especialización industrial. En su ciudad se manufacturan celulares, computadoras, partes de motores, papel, textiles, dentaduras postizas, y muerte. Incluso de la muerte Nogales es centro. Pazos la tiene medida: existe la muerte en el desierto, por deshidratación o por la violencia de los cárteles; por explotación en las maquiladoras; y también la muerte lenta, la de oportunidades no aprovechadas.

Cuando caiga la noche, puede que Pazos vea su ciudad de antaño. El muro fronterizo ha desaparecido y la ciudad no es más que un gran rancho lleno de colinas y los nogales que le dieron nombre. Cuando salga el sol los niños de Nogales le preguntarán a Jeannette qué significa  un nogal; no los conocen.

 

El gobierno estadounidenses construyó la primera barrera entre Nogales, Sonora, y Nogales, Arizona, en 1996—solo dos años después de que el TLCAN entró en vigencia. El primer muro estuvo hecho de esteras militares, equipo de campaña que quedó de la Guerra de Vietnam. En el 2011 el muro fue rediseñado. Preocupados porque los contrabandistas estaban saltándoselo—por ejemplo, al hacer que migrantes se subieran al techo de camionetas y lo brincaran mientras contrabandistas les arrojaban rocas a los oficiales fronterizos—el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos construyó una pared más alta y, por primera vez, hicieron que se pudiera ver a través de ella. El muro actual está hecho de barras de metal de casi cinco metros y medio (dieciocho pies) de altura, lo suficientemente espaciadas para poder ver a través de ellas pero lo suficientemente juntas para que nadie se meta por entre las rejas. En ciertos puntos se alzaron torres de vigilancia, cada una equipada con varias cámaras giratorias que por lo general apuntan hacia México. El gobierno estadounidense le llama a fence, una valla, pero todos en Nogales le dicen el muro.

La barrera fue construida como parte de la estrategia adoptada en 1994 por la Patrulla Fronteriza llamada “prevención a base de escarmiento.” Al construir paredes en las ciudades donde los migrantes indocumentados tradicionalmente (y fácilmente) entraban a los Estados Unidos, la Patrulla Fronteriza buscó, en sus propias palabras, forzar “al tráfico ilegal… a un terreno más hostil, menos adecuado para cruzar pero más adecuado para el cumplimento de nuestras funciones policiales.”1 El muro orillaría a la gente a adentrarse a las profundidades del desierto donde el costo de migrar—por así llamarlo—sería mucho más caro. Aumentó la necesidad de contratar traficantes, así como su precio; el riesgo de morir por deshidratación o exposición a los elementos también aumentó exponencialmente.2 La mayoría de estos resultados fueron previstos, y sugeridos, por la Patrulla Fronteriza. En un manual de 1994, los agentes fronterizos señalan que un incremento en los precios de los traficantes sería un indicador de que sus políticas están funcionando. Así fue como el gobierno estadounidense enlistó oficialmente la muerte y el sufrimiento como herramientas para desalentar la migración; hicieron del desierto un arma.

De acuerdo a cifras oficiales, la militarización de la frontera bajo “la prevención a base de escarmiento” directamente contribuyó a la muerte de 5,607 personas en la frontera sur de los Estados Unidos entre 1994 y el 2009.3 A partir del 2009, el Servicio Aduanero y de Protección Fronteriza estadounidense ha reportado el hallazgo de restos mortales de otras 1,604 personas. Más de 7,000 puntos rojos en los mapas del gobierno estadounidense marcan el lugar donde encontraron los cadáveres. Muchos más nunca son descubiertos lo que significa que el número de muertos es mucho mayor, sin duda.4

Igual de problemático, pero imposible de cuantificar, es el daño espiritual que estas políticas causan no solamente a los migrantes y sus familias, sino a aquellos cuyo trabajo es mantener el sistema actual. Aquella tarde cuando nos reunimos con Jeannette Pazos, ella recordó haber acompañado a un grupo de estudiantes parecido al nuestro en una visita guiada a las oficinas de la Patrulla Fronteriza en Tucson. Un agente le habló de sus hijos. Dijo que antes de empezar su patrullaje él usualmente rezaba el Salmo 23: “Aunque pase por el valle de sombra de muerte. No temeré mal alguno; porque tú estarás conmigo.”*

Pazos se sintió abrumada. “¿Cómo puede una persona tan buena trabajar para la Patrulla Fronteriza?” se preguntó. Recordó la fe de los migrantes que había conocido, recordó los rosarios y las oraciones impresas en tarjetitas, los altares y velas que dejaban prendidos en el desierto.

“¿Con quién camina Cristo?” nos preguntó Jeannette de súbito. “¿Camina con el migrante en el desierto o con el policía que empieza su patrullaje? ¿Con los dos? ¿No es solamente el sistema lo que nos divide?”

 

En la estación de la Patrulla Fronteriza en Tucson venden objetos en vitrinas: camisetas con los nombres de unidades militares, navajas, y mamelucos para niños con temas patrióticos. Un poster en la pared da consejos para identificar “impostores” que tratan de engañar a agentes en los retenes.

Los dos representantes que se reunieron con nosotros, un oficial de información pública llamado Pete Bidegain y su colega, Cristina Ruiz, dicen que la Patrulla Fronteriza está “protegiendo a los Estados Unidos al proteger nuestras fronteras.” (Bidegain es un agente de la Patrulla Fronteriza mientras que Ruiz es una civil encargada de dar información al público.) Una tercera persona, el Supervisor de Operaciones Especiales Christopher Defreitas, está parado bajo el marco de la puerta de la sala de conferencias mientras los otros dos exponen; tiene los brazos cruzados frente a la mole musculosa que es su cuerpo. Ve todo con recelo y prefiere no sentarse.

Tan solo en el sector de Tucson, aproximadamente 4,200 agentes son responsables de resguardar 421 kilómetros (262 millas) de frontera: 338 kilómetros (210 millas) tienen una pared de algún tipo y el resto está protegida por “barreras naturales,” como montañas. El Oficial Bidegain explica la estrategia de la agencia: en vez de detener la mayor parte del tráfico en la frontera, la agencia ha implementado varias capas de vigilancia. Como ninguna iniciativa puede detener todo el tráfico, la idea es que una combinación de cámaras de largo alcance y termales, detectores de movimiento, equipos de visión nocturna, y drones de vigilancia atrapen la mayoría.

Para proteger a los Estados Unidos, nuestros anfitriones nos recuerdan, es imperativo identificar a las personas que entran al país. Después del Once de Septiembre hay un gran temor de que los terroristas que quieran lastimar estadounidenses crucen nuestras fronteras sin ser detectados—pero los agentes se rehúsan a decir cuántos terroristas han atrapado en la frontera de los Estados Unidos y México. Por otro lado, dicen que indudablemente grandes cantidades de drogas están cruzando la frontera para ser distribuidas en comunidades estadounidenses. Los agentes dicen que tan solo en el sector de Tucson se confisca la mitad de toda la mariguana decomisada en todas las fronteras del país.

Los agentes de la Patrulla Fronteriza no son solamente la primera línea de defensa contra la guerra contra el terrorismo y el tráfico de drogas. Los agentes también son los primeros “rescatistas” en dar servicios de primeros auxilios a los migrantes que encuentran. “Tenemos que pasar de la mentalidad policiaca a la de rescate humanitario de un modo muy rápido,” Bidegain explica. Cada agente aquí, nuestro anfitrión nos asegura, ha pasado por lo menos una tarde hambriento después de haber dado su lonche a un migrante que no había comido por días.

Como los grupos humanitarios que hemos estado entrevistando, los agentes nos dicen que no quieren “ver que nadie pierda la vida en el desierto.” La Patrulla Fronteriza registró 509 rescates de migrantes en el 2014. La agencia ha instalado treinta y dos “faros de auxilio” en el desierto alrededor de Tucson, equipados con teléfonos de baterías solares que comunican a migrantes en apuros con los grupos de búsqueda y rescate.

Los agentes de la Patrulla Fronteriza “protegen a los migrantes de los abusos y explotaciones de los cárteles,” cuyas rutinas a menudo incluyen violaciones, extorsión y asesinato. Los agentes dicen que los días en que el traficar era un pequeño negocio familiar han quedado atrás y que ahora los cárteles controlan todo el tráfico de migrantes en el sector. Antes los migrantes acostumbraban caminar un día o dos, pero hoy en día los traficantes los guían a la profundidad del desierto en travesías que pueden fácilmente durar una semana.

Para proteger a los migrantes de los traficantes, la Patrulla Fronteriza ha iniciado el Programa de Transferencia y Salida Alienígena  ( o “Alien Transfer Exit Program”). Bajo este programa, un migrante arrestado en una sección de la frontera será deportado a otro lugar, a menudo unas cuentas cientos de millas lejos del lugar de su aprehensión, donde al cartel que lo trajo le será más difícil rastrearlo para intentar cruzarlo de nuevo. De esta forma, el agente dice, la Patrulla Fronteriza está protegiendo a los migrantes al “repatriar los bienes [del cartel] a otra parte.”

Otras medidas parecieran destinadas no a salvar a los migrantes de los traficantes si no de sí mismos. La Patrulla Fronteriza disemina información sobre los peligros de cruzar, a través de los consulados estadounidenses, y ayuda a grupos en los países de donde los migrantes son oriundos. Al “incrementar la certeza de su arresto,” los agentes esperan que los migrantes la piensen dos veces antes de intentar el peligroso viaje al norte. El uso de un “sistema de impartición de consecuencias”—los métodos incluyen tiempo en la cárcel, deportación, y otras medidas—asegura que cada migrante arrestado sea castigado. La mayoría de los arrestos que la Patrulla Fronteriza hace no tienen que ver con drogas: son arrestos de migrantes cuyo único crimen es intentar cruzar la frontera.

Los agentes están conscientes del yugo que su trabajo policial pone sobre las comunidades locales, y buscan ser lo más respetuosos posible. Bidegain creció en el área circundante, en Sonoita. Habla de “puntos de contacto con los ranchos” y el entrenamiento de sensibilidad cultural obligatorio para los agentes que trabajan en la reservación de la nación india Tohono O’odham. Miembros de la tribu O’odham viven en ambos lados de la frontera y algunos tienen una relación difícil con la Patrulla Fronteriza.5

Les preguntamos a los agentes sobre los controvertidos retenes en que paran a conductores para interrogarlos a 160 kilómetros (100 millas) de la frontera. Nos aseguraron que la gente del área “ya se la sabe” y que los cateos son consensuales. Después de todo, la única pregunta que la persona está obligada a responder es si es un ciudadano de los Estados Unidos. Desde la puerta, Defreitas ahora se muestra entusiasta. Tiene muchas historias sobre los retenes: como detectar el comportamiento sospechoso de alguien que tiene un migrante en la cajuela; como ha descubierto grandes cargamentos de cocaína en compartimientos escondidos dentro de vehículos. Quiere contar las historias que muestran con lo que tienen que lidiar sus agentes allá afuera. Sobre todo, quiere dejar en claro una cosa: “No discriminamos a gente por su raza.”

 

La postura de Defreitas es debatible. El día anterior habíamos visitado el pueblo de Arivaca, Arizona que, a casi ochenta y ocho kilómetros (cincuenta y cinco millas) del puente fronterizo de Nogales, es conocido por sus manifestaciones en contra de los retenes y la omnipresencia de la Patrulla Fronteriza con sus camionetas, caballos, helicópteros, torres de vigilancia, cámaras, y drones. Nos reunimos con una lugareña llamada Sophie, quien es voluntaria en una organización comunitaria llamada Gente Ayudando a Gente en la Zona Fronteriza (“People Helping People in the Border Zone “) que se opone a la militarización de la frontera y distribuye agua, comida, y primeros auxilios. Arivaca es a menudo el primer pueblo al que llegan los migrantes después de su caminata en el Desierto de Sonora. Los residentes del lugar han estado ayudando, por debajo de la mesa, a los migrantes que han estado llegando a sus puertas por mucho tiempo, a veces ofreciéndoles un vaso de agua, un plato de comida caliente o curándoles las heridas. Sophie dice que cuando el número de migrantes que llegaron a Arivaca aumentó, Gente Ayudando a Gente fue fundada para ayudar a la comunidad y disminuir la presión sobre la gente del pueblo. También nos dijo que el incremento de las fuerzas policiacas ha asustado a mucha gente acostumbrada a ayudar como antes lo hacían.

Sophie predijo que los representantes de la Patrulla Fronteriza enfatizarían sus iniciativas de seguridad. Que hablarían de sí mismos como si fueran, casi, humanitarios. No harían mención de como la Patrulla Fronteriza obliga a los migrantes a que se adentren en el desierto (el trayecto no toma una semana simplemente porque los traficantes lo prefieran.) No hablarían de los agentes que han sido grabados ponchando y pateando los garrafones de agua que los buenos samaritanos dejan en el desierto. Sophie dijo que iban a hablar de sus nuevos aparatos—los drones, los sensores, las torres—pero que no nos iban a explicar por qué no respondían a reportes de migrantes heridos o varados, diciendo que para encontrarlos necesitan precisas coordenadas de GPS, aunque los activistas les dieran santo y seña. Sophie también predijo que los agentes hablarían de los treinta y dos “faros de auxilio”—un faro por cada 1318 km2 (819 mi2) en la jurisdicción del Sector Tucson (suerte encontrando uno)—pero que no mencionarían que los faros imitan los símbolos de grupos no-gubernamentales. No hay ninguna advertencia en el faro, y el símbolo de la Cruz Roja es engañoso, pues un migrante que marca es comunicado inmediatamente a la Patrulla Fronteriza. Sí, realizan “rescates”—justo antes de arrestar y deportar a la gente que auxilian.

“Sí de verdad quisieran hacer trabajo humanitario,” Sophie dijo, “derrumbarían las paredes de las ciudades.”

illustration of the desert at dawn with a trail of lights leading into the distance

Ilustración por Rachell Sumpter

 

Al final de nuestra visita a la estación de la Patrulla Fronteriza en Tucson, los agentes proponen  mostrarnos las instalaciones de detención de corto plazo. Caminando, pasamos unos cubículos, salimos hacia otro edificio, y bajamos por un par de pasadizos. Platicamos entre nosotros sin poner mucha atención a dónde vamos. Cuando vemos a nuestro alrededor, o mejor dicho cuando de verdad vemos a nuestro alrededor, nos encontramos adentro de una burbuja. Éste es el centro de operaciones de la instalación punitiva: un nódulo de Plexiglas en medio de una habitación con una vista de 360° hacia celdas llenas de migrantes. Hay habitaciones para mujeres, para hombres, para familias. Aquí guardan a los migrantes que esperan su juicio—por 24 horas, se supone, pero a veces por más tiempo. Después serán transferidos a una instalación de largo plazo para que cumplan sus sentencias. “Ésta no es una instalación carcelera,” el agente nos dice.

Y sin embargo, lo parece. Parados dentro de la burbuja, cada uno de nosotros puede ver un panorama distinto. El oficial está hablando, y yo estoy tratando de escucharlo, pero exactamente detrás de él está el cuarto destinado para los hombres. Adentro parece haber por lo menos quince migrantes, tal vez más. Algunos se cubren los hombros con sábanas. Algunos tienen la mirada fija en el suelo. Media docena de hombres están junto a la puerta, haciendo todo un show para que los veamos—nuestro grupo es, en su mayoría, de mujeres. Viéndolos pero al mismo tiempo sin hacerlo, veo que los hombres se ríen, hacen bromas. Uno hasta baila unos pasos de salsa. Una parte de mí se alegra de que el buen humor pueda sobrevivir hasta en este lugar tristísimo.

Otra parte de mí se pregunta qué ocurre cuando una pared es levantada. Como una línea arbitraria, hecha de concreto, empieza a justificarse a sí misma. Si yo viera a estos hombres en las calles de Tucson no les tendría miedo. Pero viéndolos ahora, me pregunto si esta jaula de Plexiglas existe por un buen motivo.

 

Muchos de los migrantes aparecerán pronto en la Corte del Distrito de Tucson para sus audiencias administradas por un programa del Departamento de Seguridad Nacional llamado Operation Streamline.* Estas audiencias son parte del “sistema de impartición de consecuencias” que impone castigos como un sistema para desincentivar la reentrada ilegal al país. En el pasado, entrar al país sin autorización era una ofensa que ameritaba la deportación pero no era considerada criminal. A partir del 2005, las entradas al país no-autorizadas se catalogaron como  criminales; los migrantes a menudo son encarcelados en los Estados Unidos antes de que los deporten. A aquellos juzgados a través de la Operación Streamline se les achacan dos tipos distintos de entrada ilegal: una catalogada como una felonía y la otra como un delito.* Después de una breve consulta con un defensor público, asignado por la corte, el migrante generalmente se declara a sí mismo culpable del delito y acepta ese mismo día, pasar en la cárcel entre treinta y 180 días a cambio de ahorrarse un juicio largo y el riesgo de que eventualmente lo sentencien por una felonía. Para ahorrar tiempo, los juzgan en masa.

Los migrantes entran a la corte en grupos de sesenta a setenta al mismo tiempo. No alcanzo a contarlos a todos. Estoy sentada en la parte de atrás de la corte y solamente puedo verlos de espaldas. Para ser más precisa me gustaría cruzar los escaños, el alguacil, colocarme en el centro de la corte y ver sus rostros de frente.

Permanezco sentada.

De cinco en cinco, los migrantes se acercan a la hilera de micrófonos. El juez es amable, eficiente, profesional. Les hace tres preguntas, los detalles cambiando solo un poco:

  1. ¿Es usted ciudadano de Guatemala?
  2. ¿Alrededor de, o en, el día 17 de Marzo del 2015 ingresó usted a los Estados Unidos cerca de Nogales, Arizona?
  3. ¿Cómo se declara frente al cargo de entrada ilegal?

Después de juzgar a varios el juez entra en caliente. Modula su voz a un tono agradable al llegar a la palabra “declara”: solo lo suficiente para mantenerse despierto pero sin imponerse sobre  quien lo escucha. Mientras el juez habla, los grilletes que atan a los migrantes de la cintura, las muñecas, y los tobillos tintinean.

El ritual está hecho para que sea de lo más sencillo para el migrante. Las respuestas pasivas son las correctas. Si uno entiende sus derechos por favor permanezca sentado. Si sus audífonos para traducción están funcionando permanezca callado. Si acepta el acuerdo propuesto por el fiscal junto con el tiempo en prisión siga haciendo lo que está haciendo. Solo necesita hablar si es su turno en el micrófono y el juez se refiere a usted en particular. Es fácil memorizan sus líneas: primero “sí,” luego “sí,” y finalmente “culpable.” Ocasionalmente la voz de un migrante resalta por su suavidad, su profundidad, su premura, su feminidad, su deferencia. Un hombre se acerca demasiado al micrófono y la estática nos aturde a todos.

A pesar que la mayoría de los migrantes hacen que todo pase sin problemas, unos pocos se salen de su papel. Una mujer de El Salvador quiere asilo. Un joven se preocupa de que su abogado no ha llamado a su madre. Otro hombre se queja de dolor abdominal (¿Lo operaron recientemente? Su respuesta causa un poco de confusión en la corte.) El abogado de una indígena mexicana que habla Mam, una lengua maya, se preocupa, piensa que ella no entiende suficientemente bien el español para saber qué está pasando. (El juez la interroga y confirma—en español—que la mujer parece entenderlo bastante bien.) Un listillo trata de contestar en inglés.

“Este proceso se vuelve un poco repetitivo,” el juez explicó antes de empezar la audiencia. Hasta ahora noto que aunque el alguacil está apoltronado en su silla, bostezando, descansando su cabeza en la palma de su mano. Pero no así el juez quién mantiene su profesionalismo y su velocidad. Después de las preguntas y las respuestas, él sentencia a cada migrante a treinta, sesenta, y 150 días en prisión. Grupo tras grupo él trata con educación: “Pueden retirarse. Buena suerte a ustedes.” Después de que los abogados se quitan los audífonos los migrantes empiezan a salir de la corte.

Mientras caminan hacia el barandal los puedo ver bien por primera vez. Algunos están pasados de peso, otros demasiado flacos, atolondrados, con una camisa de vestir, con cara de bebés, llenos de arrugas, o mancos. Cuando por casualidad uno me mira no sé cómo devolverle la mirada.

Me imaginaba el suroeste de mi país como una región indómita, un lugar poblado de cacti y ganado, administrada por renegados armados. Lo que veo es una matanza muy distinta: cortés, civilizada, limpia.

 

Después de la prisión, los migrantes sentenciados a través de la Operación Streamline serán deportados. Puede que algunos sean liberados en Nogales y encuentren El Comedor, un comendero al aire libre que cuenta con una cocina pequeña, un baño, y mesas amplias bajo un techo de lámina. A las 9 AM y a las 4 PM, los 365 días del año, el personal de El Comedor sirve buenos platillos, gratis. El personal sirve la comida a las mesas de los migrantes—no hay que hacer fila—y pueden comer tanto como quieran.

Alrededor de una mesa, nos sentamos con Thomas Flowers, un Jesuita escolástico estadounidense quien ha estado trabajando en El Comedor desde el año pasado. Flowers, que pasa de los treinta años, es delgado y tiene un cálido rostro bien rasurado. Nos dice que los migrantes llegan confusos, desorientados, hambrientos y deprimidos. Algunos acaban de salir de la cárcel en los Estados Unidos. Un voluntario recuerda a una mujer a la que la migra atrapó camino a una fiesta y fue deportada vistiendo un vestido de noche. Algunos migrantes han sido deportados, así, en la medianoche—los arrojan al lado mexicano a menudo en una ciudad que no conocen, en un país que apenas recuerdan. La mayoría de los migrantes que encuentran El Comedor no son de Nogales, sino de otras partes de México, como de algunas comunidades más indígenas en el sur o de otros países en Centroamérica o más lejos incluso.

Los recién deportados sobresalen y esto los hace blancos naturales del hampa. Los deportan con la ropa con la que los arrestaron (aterrada y descosida por la travesía en el desierto), o en ropa estándar del Departamento de Migración y Aduanas de los Estados Unidos, ropa que los residentes de Nogales identifican fácilmente. Aquellos que no son del norte de México resaltan también por su apariencia y acentos. A muchos los oficiales les han confiscado sus pertenencias o su dinero. Son una presa fácil para el cartel que controla la plaza de Nogales. Sus integrantes roban, golpean, y abusan sexualmente de los migrantes. A veces intentan secuestrarlos para extorsionar a sus familiares en los Estados Unidos o los obligan a que trabajen para el cartel cavando túneles o traficando droga. Buscando protección, algunos migrantes hasta pasan la noche en el cementerio.

Si los migrantes tienen suerte llegan El Comedor, donde el personal los nutre con algo más importante que la comida; los voluntarios les ofrecen a los migrantes ropa nueva, artículos personales, un lugar seguro donde pueden planear su siguiente jugada y buen consejo—del tipo, “no camine para aquellas colinas porque allá están los capos.” Para muchos, no tiene sentido volver a sus lugares de origen—de los cuales muchos escaparon—y la mayoría intentará entrar de nuevo a los Estados Unidos para reencontrarse con sus familias. Hablamos con dos migrantes recién deportados que acababan de llegar a El Comedor después de años en los Estados Unidos. Entre los dos, Demetrio y Miguel tienen cinco niños esperándolos, todos ciudadanos estadounidenses. A pesar de que los dos hombres peligran en Nogales, ellos dicen que lo que más les preocupa son los niños que dejaron del otro lado. “Es difícil explicarle a tus niños por qué les diste un beso antes de que se fueran a la escuela, para luego desaparecer en medio de la noche.” Demetrio y Miguel son afortunados: tienen familia que por lo pronto se pueden encargar del bienestar de sus chamacos. Otros papás deportados, que no pueden aparecer en una corte familiar en los Estados Unidos, batallan para mantener la custodia de sus niños. ¿Qué crimen les achaca el gobierno para quitarles a sus retoños? Para aquellos con hijos en Arizona, padres que arriesgarán hasta la vida para volver con sus niños, se les acusa de “maltrato por abandono voluntario.”

“Tal vez no somos humanos,” dice Demetrio, pensando en el tratamiento que recibieron. “Tal vez somos cucarachas.” A Demetrio y Miguel los deportaron por crímenes menores. A muchos migrantes que viven en Estados Unidos sin autorización, el camino a la deportación empieza cuando un oficial de policía los detiene, puede ser por una infracción de tráfico, manejar en estado de ebriedad, o robo hormiga. Si los oficiales investigan el estado migratorio de un migrante, como muchos departamentos de policía ahora obligan, puede que los envíen de vuelta  a países que no han visto en años aunque queden exculpados de la infracción por la que los detuvieron.

Miguel dice que sus hijos necesitan un padre. Se preocupa de que su hijo acabe como pandillero; quiere apoyar a su hija, una estudiante talentosa que sueña, él dice, con entrar a Harvard. Demetrio no puede hablar mucho de sus tres “princesas.” Cuando Thomas le pregunta cuantos años tienen sus hijas, Demetrio apenas puede responderle, “catorce, quince, y dieciocho,” y antes de soltarse a llorar se retira a la privacidad de la cocina.

Migrantes como Demetrio y Miguel, que deciden regresar a los Estados Unidos, saben que tienen que juntar entre $9,000 y $15,000 para pagarles a los coyotes. Saben que pueden sufrir violencia, monzones, deslaves, temperaturas bajo cero, golpes de calor y el ser arrestados, de nuevo. Flowers describe la oración para bendecir los alimentos en El Comedor como “el silencio más profundo.”

 

Del otro lado de la frontera, visitamos el Bosque Nacional Coronado para encontrarnos con Scott Nicholson, un rubio misionero con anteojos que se mudó desde su nativo Missoula, Montana, y quién trabaja con Jeannette Pazos en el Hogar de Esperanza y Paz. El Bosque Nacional Coronado comprende más de 7,200 km2 (1.8 millones de acres) de montañas y cañaverales en una franja sureña de Arizona y Nuevo México. Caminamos con Nicholson por el desierto unos treinta minutos, a lo largo de un sendero que sigue un riachuelo seco que rodea formaciones rocosas y arbustos espesos. Apenas tomamos el sendero un letrero anuncia: “Viaje con Precaución: Contrabandistas y Migrantes Ilegales Merodean El Área.” Nicholson camina por aquí seguido, cargando garrafones de agua que él deja para los migrantes que van rumbo al norte. Nicholson no está seguro cuando, o si, los migrantes encuentran los garrafones de agua pero cuando regresa unas cuantas semanas después las jarras casi siempre están vacías.

Ya que el muro fronterizo y el incremento en la vigilancia han obligado a los migrantes a adentrarse más y más profundamente en el desierto, es común que los migrantes caminen dos días antes de llegar al lado estadounidense de la frontera. Desde ese punto en delante—suponiendo que no se pierden—tendrán que seguir caminando por tres o cuatro días antes de alcanzar el punto de encuentro para que los contrabandistas los recojan y los lleven al interior de los Estados Unidos en coche. Para este viaje, que dura casi una semana, los migrantes cargan suficiente agua como para un día, tal vez dos.

Incluso en nuestra caminata, que fue corta, encontramos objetos regados por el camino: un rompe-vientos, una bufanda, un envoltorio de galletas, la mochila de un niño. En trayectos por todo el país, es común encontrar cosas así. ¿Las tiraron con prisa para escapar de la Patrulla Fronteriza? ¿O le pertenecían a los campistas de las casas-remolque en el estacionamiento? ¿Son objetos que hay que tratar con respeto o con resentimiento?

Nicholson recuerda una ocasión en que varias de las organizaciones ecológicas más importantes de Arizona, escandalizadas por la cantidad de basura que dejaban los migrantes camino al norte, apoyaron una más estricta vigilancia de la frontera. Pasó el tiempo y, sin embargo, los ecologistas llegaron a la conclusión que la vigilancia migratoria, más que los migrantes en sí, era la responsable de la mayoría del daño ambiental. Para mejorar la visibilidad del terreno, la Patrulla Fronteriza aplanó áreas (algunas de ellas protegidas) arrastrando llantas atadas a la parte de atrás de sus camionetas. Los agentes ahora patrullan áreas remotas y protegidas a diario con camionetas, cuatrimotos, y a caballo. Contratistas instalan torres de vigilancia en el desierto, construyeron caminos para llegar a ellas, y apuntalan sensores de movimiento en el suelo. Las paredes y las luces de estadio no solamente cambiaron el flujo migratorio humano, sino el de las plantas y animales, algunas que, como la tortuga del desierto y el jaguar, están en peligro de extinción.

Cuando Nicholson camina por la vereda encuentra fotografías, cartas, y tarjetitas de oraciones. Encuentra altares improvisados que honran la memoria algún compañero de viaje muerto en el desierto; a veces las velas todavía están prendidas. Nicholson se siente afortunado de no haber encontrado el cadáver de un migrante todavía, pero sabe que es solo cuestión de tiempo. “Yo veo esto como campo santo,” nos dice. Es el último lugar de descanso para los migrantes que han muerto y se funden con el desierto.

Cuando Nicholson camina por los senderos a menudo encuentra cámaras fijadas en los árboles. Cuando a veces activa un sensor no tarda en encontrarse cara a cara con un agente de la Patrulla Fronteriza en cuatrimoto. Mientras manejamos por el parque nacional, contamos tres patrullas en un camino árido y sin chiste. Varias veces escuchamos helicópteros sobrevolándonos. Los mismos drones que el ejército usa en Asia y el Medio Oriente son los que ahora también patrullan Arizona.

 

Nos despedimos de Scott Nicholson y llegamos a una bella colina desértica desde donde vimos la nueva frontera de nuestro país levantarse. Cuando manejamos al sitio en nuestra camioneta, nos encontramos con la Patrulla Fronteriza, albañiles, y representantes de la compañía constructora. “Solo puedo decirles,” nos dice un trabajador, “que este proyecto se llama ‘Torres Inmóviles e Integradas,’ y si quieren saber más información deben contactar a la oficina de información pública de la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza.”

A pesar de que los hombres no están autorizados para hablar con nosotros, podemos ver las torres gigantescas cubiertas de cámaras y receptores rodeadas por una cerca de alambre de púas. La torre, y cincuenta y una más como ésta, se encuentran desperdigadas por todo el sector Tucson y son la fase inicial de un contrato de $145 millones de dólares para construir una “pared virtual” capaz de detectar el tráfico de migrantes utilizando sensores, radares, visión nocturna, cámaras y video monitoreado en tiempo real capaz de capturar imágenes de seres humanos aunque estén a once kilómetros (siete millas) de distancia. Anteriormente, una iniciativa liderada por Boeing intentó construir una pared virtual pero fracasó debido a problemas técnicos y malos manejos financieros. Esta vez, la compañía contratada es la Elbit Systems de Israel.

A pesar de que la compañía es nueva al sudoeste estadounidense, éste no es su primer baile. Elbit proporciona equipo de vigilancia a la pared que separa a Cisjordania de Israel. La compañía también es proveedora de equipo de combate y drones de vigilancia tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza. Como explicó un general israelí, en una conferencia de tecnología fronteriza en El Paso: “Hemos aprendido mucho de Gaza. Es un gran laboratorio.”6 Si el plan piloto es exitoso, puede que “la pared virtual” cubra toda la frontera internacional de Arizona y puede que hasta más, incluso.

La construcción en la frontera México-E.U.A. es parte de una tendencia mundial hacia la militarización de fronteras. La década pasada vio al gobierno español expandir y reforzar sus defensas alrededor de los enclaves de Ceuta y Melilla, próximos a Marruecos. La muralla española cuenta con un doble enrejado de seis metros (veinte pies) de altura que acaba con alambre de púas, además de luces de estadio, detectores de sonido y movimiento, y torres de vigilancia con guardias armados. En Bulgaria, un país que apenas derribó en 1989 una pared odiada después de la caída de su régimen comunista, ahora construye una pared de cientos de kilómetros para que evitar que refugiados que escapan los conflictos del Medio Oriente y el Norte de África entren.7 A través del Plan Frontera Sur, México también ha incrementado los números de retenes para atrapar migrantes centroamericanos que quieren llegar al sur de México. Muchos de los fondos, inteligencia, y equipo militar de vigilancia vienen de los Estados Unidos.8

Estos ejemplos de la militarización de fronteras alrededor del mundo presentan preguntas éticas y legales. Para empezar: ¿Funcionarán? ¿Es decir, la militarización de las fronteras disminuirá el flujo de migrantes y refugiados en los países que no los quieren? Incluso las fronteras más “seguras” del mundo se han demostrado ser permeables. Más de 300,000 personas han escapado de Corea del Norte desde los 50s. Cerca de 5,000 Berlineses del Este encontraron la forma de cruzar por abajo, arriba, o a través del Muro de Berlín. Migrantes y refugiados continúan atravesando las vallas de Ceuta y Melilla: han lanzado corridas coordinadas de cientos de personas que trepan las rejas. Y en Libia, cada noche, refugiados de Siria, Eritrea, y Mali se apelmazan en escuálidos botes para cruzar el Mediterráneo soñando con llegar a Europa. En cada uno de estos casos, los esfuerzos para detener a estas personas han resultado en muerte y sufrimiento. Muerte por balas de goma y municiones reales, por indiferencia a aquellos riesgos letales como el ahogarse o exponerse a los elementos que las políticas fronterizas crean.

“¿Qué cree que pasaría…” le pregunté a un agente de la Patrulla Fronteriza en Tucson, “si la pared virtual se extendiera a toda la frontera sur?” “La gente innova,” fue su respuesta.

Los cárteles de la droga ya usan resorteras, catapultas, túneles e incluso submarinos.9 El tráfico de drogas y personas es, después de todo, uno de los problemas más serios del mundo y también uno de los negocios más lucrativos. “Las estructuras del pecado son complejas,” nos dijo Thomas Flowers. Las compañías estadounidenses, las armas, la ayuda militar, y las ganancias del hampa van al sur. Productos manufacturados, drogas, y gente vienen al norte. Si tienes $500,000 dólares para invertir, puedes tener una green card. Si solamente tienes $15,000 dólares puedes probar tu suerte con un coyote. Janet Napolitano, entonces gobernadora de Arizona, dijo en el 2005. “Muéstrenme una pared de 50 pies y yo les mostrare una escalera de 51 en la frontera.” ¿Podemos construir una barrera tan fortificada que venza el amor que Demetrio y Miguel tienen por sus hijos que los esperan, con el corazón en la mano, del otro lado?

Los migrantes que buscan cruzar la frontera se imaginan en un camino lineal. Pero acaban moviéndose en círculos: del desierto al encarcelamiento, y de regreso al desierto. Con cada vuelta, este ciclo produce un sufrimiento inmenso—y mucho dinero. Ganan los carteles que controlan el tráfico de personas; ganan los contratistas de defensa que, como Elbit, nos han vendido la idea de que la exclusión y la vigilancia nos mantienen seguros. Ganan también los gobiernos que, a cambio de ayuda militar estadounidense, extienden nuestras fronteras de facto cada vez más al sur, interceptando migrantes antes de que lleguen a suelo estadounidense.

Si las fronteras militarizadas son nuestro futuro inmediato—y si el pasado promete que pasará en el futuro—habrá resistencia. A través de nuestro viaje vimos signos de descontento y nos reunimos con gente que rechazaba la ley en pos de una moralidad más alta. Me empecé a preguntar si lo que atestiguamos era la expansión del Movimiento de Santuario que ocurrió en la década de los 80s, en que activistas traficaban refugiados centroamericanos a través de la frontera y les daban asilo en iglesias. Actos de resistencia pública proliferan aun cuando se ha vuelto más difícil cruzar la frontera. Las iglesias ofrecen santuario al indocumentado; manifestantes se encadenan al camión que lleva a los detenidos a sus audiencias Streamline; gente como Scott Nicholson dejan garrafones de agua de dos en dos en la vastedad del desierto. En nuestro viaje escuchamos de sacerdotes que oficiaban el sacramento de la eucaristía entre el enrejado de la frontera, y conocimos jesuitas como Thomas Flowers que contrarrestaban la deshumanización de los deportados con un cambio de ropa y un servicio cortés, sirviéndoles comida directo en sus mesas. Cuando le preguntamos a Jeannette Pazos por qué rezaba dijo: “Creo que una oración es más que un deseo. Por ejemplo, cuando rezo en la iglesia es casi siempre ‘Señor, te pido.’ Pero creo que hay un instante en el que una plegaria se convierte en una acción.” A veces esa acción puede ser tan práctica—y tan profunda—como responder a un extraño que toca la puerta de atrás de la casa, a pesar del miedo, y ofrecerle una ducha, una comida, y hasta que haga una llamada telefónica.

“Bienvenidos a la frontera,” la gente nos dijo en nuestro primer día en Tucson. Ahora que hemos vuelto a casa no podemos explicar dónde estuvimos. Las descripciones que nos da la gente que conocimos ayudan poco. Dicen que ese lugar es los Estados Unidos, ese México, un campo de batalla, una zona, un castigo, un altar. Esa es tierra de los O’odham, aquella una escena del crimen. Las compañías ven una ganga, los gobiernos una amenaza, los cárteles ven un mercado, los viejos ven un puñado de nogales, los niños ven a la Parca. Y para Jeannette Pazos una pared, frente a sus ojos, se deshilvana.

Notas Del Traductor:

  • Traducción de la Nueva Versión de la Biblia del Rey Jacobo (o King James), una edición moderna del texto estándar protestante del siglo XVII.
  • Operación Streamline, significa a la vez “Eficiente” y “Aerodinámica”
  • La diferencia entre felonía y delito está tipificada en la legislación estadounidense por estado. El primero, una felony, es más grave y es considerado un tipo de ofensa criminal seria; a menudo involucra daño físico a otra persona, crímenes corporativos, o fraude. Un misdemeanor es una ofensa criminal menor que no amerita más de un año de cárcel—pena común para intoxicación pública  y vandalismo.

Notes:

  1. U.S. Border Patrol, “Plan Estratégico de la Patrulla Fronteriza: 1994 y Más Allá,” Julio 1994, https://www.hsdl.org/?abstract&did=721845, En inglés.
  2. Raquel Rubio-Goldsmith et al., “El Efecto Embudo“y Recuperación de Cadáveres de Migrantes no Autorizados en la Oficina del Forense del Condado Pima 1990–2005 (Binational Migration Institute, 2006), bmi.arizona.edu. En inglés.
  3. Maria Jimenez, Crisis Humanitarioa: Muertes de Migrantes en la Frontera México-E.U.A. (ACLU of San Diego and Imperial Counties, and Mexico’s National Commission of Human Rights, October 1, 2009), 17, www.aclu.org/files/pdfs/immigrants/humanitariancrisisreport.pdf. En inglés.
  4. Esther Yu-Hsi Lee, “307 Personas Fallecen Cruzando la Frontera el Año Pasado, El Número Más Bajo en los Últimos 15 años,” ThinkProgress, Octubre 24, 2014, En inglés; y U.S. Border Patrol, “Muertes en el Sudoeste por Año Fiscal” www.cbp.gov/newsroom/stats. En inglés.
  5. Nos reunimos con la Red the Derechos de Tohono O’odham (TOHRN, en inglés) una organización activista fundada en el 2013, compuesta de “gente joven a la que nos importa la tierra, nuestro futuro, y nuestros derechos.” Cuando le preguntamos a los líderes de THORN que tipo de política de inmigración les gustaría ver implementada, uno de ellos nos dijo: “Sinceramente, cualquier política de inmigración nos hace daño a los indígenas porque somos los únicos que no inmigramos aquí. Tenemos la verdad última: somos la gente de este lugar.”
  6. Todd Miller y Gabriel Matthew Schivone, “Gaza en Arizona: Como Una Compañía de Teonología Israelí Blindará la Frontera México-U.S.A.” Common Dreams, Enero 26, 2015, www.commondreams.org/views/2015/01/26/gaza-arizona-how-israeli-high-tech-firms-will-armor-us-mexican-border. En inglés.
  7. Rick Lyman, “Bulgaria Pone una Nueva Pared, Pero Ésta es Para Evitar Gente Entrando,” The New York Times, Abril 5, 2015, http://nyti.ms/1NUWUFA. En inglés.
  8. Todd Miller, “México: La Más Reciente Contratación de la Patrulla Fronteriza,” Al Jazeera America, Octubre 4, 2014, http://alj.am/1sSUK2u. En inglés.
  9. Michael S. Schmidt y Thom Shanker, “Narcotraficantes Submarinos, Un Reto en el Caribe,” The New York Times, Septiembre 9, 2012, http://nyti.ms/18orur3. En inglés.
  10. Reece Jones, “Algo Existe Que Una Pared No Ama,” The New York Times, Agosto 27, 2012, http://nyti.ms/1CGj6uV. En inglés.

Maura Fitzgerald recibió su maestría en políticas públicas de la Harvard Kennedy School en el 2015. Sus escritos y fotografías han aparecido en Southern Cultures, Guernica, y The Oxford American. Visitó la frontera en la primavera del 2015 como parte de la clase Border Crossings:Immigration in America, impartida por Diane Moore, de la Escuela de Divinidad de Harvard

V.H. Hernández (victorhhj@icloud.com) es un escritor y traductor que vive, por el momento, en Austin. /  V. H. Hernández is a  writer and translator currently living in Austin.

Please follow our Commentary Guidelines when engaging in discussion on this site.