Illustration of street kids sleeping together without shelter

Dialogue

La Cara Lóbrega de la Globalización

Crecer como un “niño de la calle” en Juárez, México, fue como ser una rata de laboratorio en un experimento socioeconómico con terribles consecuencias, especialmente para los niños vulnerables.

Ilustración por Andrew Zbihlyj

Por Pedro Morales

Si de algo depende sobrevivir en las calles del oeste de Ciudad Juárez, ese algo ha de ser tener lugares seguros para dormir. Por que la vida en la calle era peligrosa para un niño de 10 años, yo procuraba tres lugares estratégicos; los mantenía listos con agua, un par de latas de comida y, con suerte, alguna cobija o paper periódico para cubrirme y recostar la cabeza. El primero fue un hoyo que escarbé debajo de un carro Impala hecho chatarra, color verde mayate colocado al final y en el punto mas alto de uno de los deshuesaderos pegado al Río Bravo. Éste era el lugar más seguro en caso de lluvia o si la cosa se calentaba en el barrio. Desde mi escondite clarito se miraba la frontera y yo sentía cierta opresíon materializarse el las corrientes lodosas del río, flanqueadas por una calzada de cemento y alambrado de púas protegiendo el lado Americano. El río era una bestia brava y feroz que rugía con el propósito de recordarnos que estábamos al sur de la linea divisoria, resguardado día y noche por cientos de miembros armados de la patrulla fronteriza—mejor conocidos entre nosotros como “la migra.”

Mi segundo escondite, aunque más expuesto, era el techo de la casa donde vivían mi madre, mis hermanos y varios otros familiares a pocas cuadras del río. Con frecuencia éste era mi sitio durante fiestas familiares y días festivos, si el clima lo permitía. De esta forma me sentía parte del festejo familiar sin arriesgarme a las peleas y golpes absurdos que siempre llegaban sobre todo en las altas horas de la noche y cuando mis familiares estaban bajo los efectos del alcohol.

El tercer lugar dónde dormía estaba debajo de los estantes de madera en el Mercado Juárez donde los mercaderes vendían a diario sus frutas y verduras, detrás de la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe en la parte sur de la Calle Mariscal. El viejo ayuntamiento, la catedral, el mercado y los burdeles intersectaban en éste punto, haciendolo un cruce de caminos casi perfecto entre lo sagrado y lo profano.

En aquel tiempo, en Juárez ya se distinguia la tendencia hacia lo que años después se llamaría Globalizacíon; su resultado eran más y más niños viviendo en las calles y sin supervisíon adulta, expuestos a la violencia física y sexual frecuentemente perpetuada por familiares o gente conocida. A mis diez años, como la mayoría de los niños que conocía en los 80s, pasaba casi todo el día en las calles, particularmente la Calle Mariscal que se convirtió en mi verdadero hogar.

Aunque el TLC (Tratado de Libre Comercio) fue aprovado en los primeros años de los 90s, el comercio a gran escala con los Estados Unidos y Canadá ya había empezado a transformar nuestra olvidada y dormilona ciudad fronteriza, por lo menos una década antes. En los 80s, los políticos y grandes empresarios acordaron que la mejor forma de ayudar a los pobres del oeste de Cd. Juárez era redirecionar los fondos designados para gastos público de esa área y destinarlos hacia el desarrollo de la parte este de la ciudad. El presupesto para seguridad pública, agua potable, drenaje, electriciad, escuelas, y reparación de calles entre otros fue agregado al de presupuesto destinado al desarrollo de los parques industriales de manufactura, anticipando la llegada de la inversión extranjera prometida en lo que se conocería como el Tratado de Libre Comerico entre México y sus vecinos del norte.

La promesa de obtener más empleos resultó ser un gran anzuelo. Las maquiladoras pronto absorbieron, como una enorme garganta, a los adultos de la desolada parte oeste de la ciudad; primero fueron las madres, luego los pocos padres de familias que aún se veían. A éstos les siguieron tías, tíos, abuelas y abuelos. Sistemáticamente, los miembros de la red familiar que tradicionalmente velaban por el bienestar de los niños se ocupaban en uno y con frecuencia con hasta dos empleos absorbentes. El vacío causado por la creciente falta de supervisión adulta, responsable y segura, era evidente en los cientos de miles de menores que cada vez más poblaban las calles de la ciudad.

Como ejemplo estaba mi madre quien con apenas veinte y pocos años, ya tenía cuatro hijos, todavía soltera. Fue una de las tantas mujeres empleadas por las maquiladoras donde a menudo trabajó con frecuencia doble turno poniendo tansistores a los televisores de la companyia RCA. Para mis hermanos y yo, la ausencia de nuestra madra en nuestro hogar significó abuso sexual y violencia sádica a manos de familiares y gente allegada a la familia—por desgracia una historia muy común es esta ciudad. Con frecuencia, la violencia en casa era tal que aunque las calles eran peligrosas, sobrevivir en ellas se sentía más fácil que sobrevivir dentro del hogar. Los habitantes de Juárez nunca entendimos con certeza el origen de esta decadencia ni podríamos haber adivinado el futuro de descomunal violencia y corrupción causado por las politicas mal-guidas de los gobiernos de México, los Estados Unidos y sus corporaciones transnacionales. Como ratones de laboratorio, nos utilizaron para un gran experimento socioeconómico con consequencias desastrozas, particularmente para los más vulnerables en nuestra sociedad: madres solteras y sus hijos.

La abundacia de empleos era increíble al principio pero ésto vino al costo de menos adultos responsables dentro del hogar. La alta demanda de trabajadores para las maquiladoras se tragó de golpe a la mano de obra de Juárez y, después, de los lugares aledaños. En la década de los 80s y 90s la poblacion aumentó de 544, 496 personas a 789,522. La gente llegaba de lugares como Ojinaga, Aguaprieta, Parral, Casas Grandes, y Chihuahua mas para mediado de los ochentas la gente llegaba de lugares más lejanos como Durango, Zacatecas, el Edo. De México, Tlaxcala, Coahuila, y Veracruz.

Con el paso del tiempo, la gente se dio cuenta que los salarios de las maquilas no eran muy buenos, al menos para la mayoría de los trabajadores. El crecimiento de la ciudad y la expansión economica también trajeron consigo a personas involucradas en el trafico de personas cementado en la prostitución, drogas, armas y otros bienes ilícitos. La industria del contrabando se arraigó con fuerza en Cd. Juárez y la zona central de la ciudad, idealmente colocada para faciliar el crecimiento de cualquier actividad económica, le dio a los criminales la infrastructura necesaria para su desarrollo. Empezamos a ver en los antros y burdeles del área a gente extraña, mientra que en las puertas de las iglesias se veían líneas de mujeres y niños mendigando, buscando ayuda alimenticia y albergue. Tanto en la terminal de ferrocarriles nacionales, como en la de autobuses, se veían cada vez más gente pidiendo limosna, vendiendo chucherías, boleando zapatos, y hacienda cualquier cosa para sobrevivir. Cada vez más casas se convertían en lugares de espera para gente que esperaba cruzar la frontera y jugarse la vida para pasar al otro lado del río. Cada ves era más la gente local que se involucraba en el emergente mercado negro, fuera como trabajadores, o como miembros activos de los grupos criminales o como s miembros de la polícia—los últimos aprovechando de sus funciones en ambos lados de la ley.

Pronto las pandillas locales se multiplicaron y debido a sus constantes disputas sus territorios cambiaban con frecuencia creando un verdadero problema para los que no sabían de estos cambios . Este problema era particularmente agudo conforme uno se acercaba a los puentes de cruce internacionales, ya que controlarlos era el objetivo máximo de las organizaciones criminales. Éstos fueron los años cuando la violencia organizada y la competencia entre narcotraficantes y sus aliados dentro de las fuerzas policiales salío a la luz, un evento tristísimo que dejó a su paso un gran número de víctimas (mucho antes de que Juárez fuera clasificada como uno de los lugares mas violentos del mundo, o peor aún: una zona de guerra). En Juárez las primeras víctimas de la globalización y el subsecuente disparo del narcotráfico fueron en su mayoría mujeres y niños, gente pobre desplazada y considerada desechable por la gente poderosa.

 

En aquellos tiempos la pregunta clave para navegar las calles de la ciudad era ¿De cuál barrio vienes? La respuesta era indicativa de a qué pandilla pertenecía uno y revelaba también si uno sabía quién controlaba en ese momento las areas claves de mayor tráfico y lucro. En mi niñez la pandilla mas teminida era la del Puente Negro, cruce ferroviario internacional entre México y Estados Unidos. Esta pandilla era conocida por su su distribucion de narcóticos y por espiar para los traficantes de gente y drogas Todo mundo sabía de sus métodos crueles y sadisticos para conseguir información y recaudar sus cuotas. Ellos daban la instruccion de como responder a la pregunta de-cuál-barrio y si uno no se sabía la respuesta era mejor corer, de preferencia con rumbo a territorio de alguna pandilla rival. Para muchos de los chicos como yo, sin ninguna afiliación, ésto era una pesadilla. No estar afiliado significaba mobilidad, lo cual era vital para mi trabajo de mensajero, pero a su vez me hacía vulnerable a ataques por doquier, ataques que sucedían a cualquier hora y en casi en cualquier lugar, sin avisar. Era común pasar las tardes y muchas noches corriendo, contraponiendo pandilleros de un barrio con los del otro por horas a la vez. Muchos chicos se afiliaban a pandillas buscando protención y seguridad a costo de atar su vida entera a pratullar y proteger unas cuantas cuadras de una cruel ciudad que extendía en sus cuellos una soga invisible junto con el lastre de una guerra sin fin. Aún como niño, yo podía ver esa realidad y no quería tener nada que ver con ella.

Como muchos otros niños, pasaba horas enteras de la noche en los burdeles de la Calle Mariscal. Uno se buscaba la vida boleando zapatos, tocando maracas y cantando canciones a borrachos y, con suerte, llevando mensajes mientras los criminales hacian ronda en esos antros y sus redes de crimen el la zona central de la ciudad. Los mensajes casi siempre eran en clave. Me ordenaban decir cosas como “Muévete a las 8 de la noche. Lo que ocupas te estará esperando” a un tipo encargado de una de las casas donde escondían gente en ruta al lado estadounidense. Al transmitir el mensaje me daban una moneda de 10 o de 20 pesos en la palma de mi mano y después a correr entre los barrios, otra vez, a reportarle al criminal que originó el mensaje lo ocurrido—mismo quien me daría otra propina al completar la mission.

El primer problema de este arreglo era que a menudo yo llegaba muy tarde para encontrar un lugar decente para dormir en el mercado. No era extraño llegar a las 2 o 3 de la mañana y todavía tenía que poner cartón debajo de las mesas que se usaban para vender frutas y verduras a la gente durante el día. Usando los tambos de basura adjuntos yo hacía una pared y tendía el cartón para dormir junto a algunos compañeros. El segundo problema que a menudo tenía era evitar a los adolecentes que ya eran adictos a inhalar resistol. Yo los concía casi a todos. La peste a dendrita emitida por el resistol nos cubría a todos y al mezclarse con los olores de animal muerto, orina, comida podrida, y las emisiones de los camiones de carga y de transporte público provocaban en mí una constante sensación de asco, casi de vómito.

La primera vez que me ofrecieron inhalar resistol fue inmediatamente después de que vi lo que le pasó a Ilario, conocido como El Greñas. Ilario era nuevo en las calles; fue mi amigo y era un par de años mas jóven que yo. Desde su primer jalón (inhalación) empezó a sentirse mal y luego empezó a vomitar batallando muchísimo para respirar. Pronto el pánico se apoderó de él y cayó al suelo de golpe, tirando patadas de desesperación en medio de una terrible asfixia. Ésto mientras que los otros 15 o veinte niños y adolescentes se burlaban de él a carcajadas. Ya se estaba poniendo morado cuando dos de los chicos mas grandes lo ayudaron poniéndolo de pie y moviéndole los brazos de arriba hacia abajo. Le pidieron que respirara por la nariz. Dijeron que su garganta estaba hinchada lo cual era un síntoma común entre la gente sin experiencia.

Los presentes tornaron su mirada hacia mí diciendo que era mi turno; decliné la invitacion. La hostilidad fue inmediata. El instigador principal fue un tipo conocido en las calles como El Gato. Él era unos quince centímentros mas alto y unos cuantos kilos más pesado, también, pero sabiendo con certeza que podia verme débil en frente del grupo, me le lancé encima con ferocidad y sin aviso. Mi ataque fue tan repentino y sorpresivo como fue eficaz y despiadado—como una pantera sorpendiendo a su presa en una emboscada fatal. Él cayó al suelo y, yo encima, lo golpeé sin piedad en los ojos y en la nariz para el beneplácito de los presentes quienes querían ver más golpes. Pero ya la sangre del Gato me cubría los puños y a él le empapaba el rostro—ya casi inconsciente por la paliza propinada. Yo sabía que era momento de parar pero no podía. Una fuerza brutal me consumía y El Gato se convirtió en el blanco de todo mi coraje y mi dolor. En ese momento alguien me golpeó en la cabeza por detrás con una piedra dejándome momentariamene desorientado y desatando una pelea campal entre todos los presentes.

Palos, botellas rotas, puños cerrados con fuerza, gritos, maldiciones, sangre, llanto pasaron como en cámara lenta frente a mis ojos cuando la humedad y el color de mi propia sangre me devolvieron la fuerza y el deseo de vengarme. Ya estaba golpeandome a alguien más cuando Chucho, el más grande de edad y tamaño puso fin a la trifulca mientras que la peste de la dendrita derramándose de latas y bolsas plásticas nos cubría a todos como una maldición.

En retrospectiva, hoy sé que nunca quise darle al Gato una lección. No. Quería destruirlo, o mas bien, destruirme a mí mismo. Ahora entiendo que me vi reflejado en él y deseaba más que nada destruir en lo que me había convertido: un hijo de la calle, un niño a quien nadie quería y a quién nadie le importaba. Un error. La reflección cruda de una ciudad sin piedad corriendo estúpidamente a implementar políticas miopes “pro-desarrollo” sin entender o preocuparse en realidad por niños como nosotros. Reducidos a ratas de ciudad, comíamos comida casi podrida, aprendimos a odiarnos el uno a el otro, y a inhalar resistol para no sentir el hambre, el dolor y nuestro miedo. Éste es el otro lado del desarrollo economico, la cara lóbrega de la globalización que los banqueros y lo políticos llaman “externalidades.” Para ellos, eso fue todo lo que fuimos ayer y es todo lo que somos hoy en la Calle Mariscal.

Pedro Morales es un recién graduado de el programa en MTS Harvard Divinity School. Él ha sido un activista en East Boston durante once años, y es Actualmente está trabajando en un libro de  cuentos sobre su infancia en Juárez, México.

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